Si necesito una buena excusa para pensar por qué gasto plata en un remis por diez cuadras, probablemente pensaría primero en que todavía no hice un buen reconocimiento del terreno. Hace casi un año no hago el recorrido que separa mi laburo de mi casa acá en Corrientes, y no sé si en el camino faltan faroles, si se han abierto antros turbios, si por el camino acechan los timadores como pirañas en el oscurito.
Probablemente me haya vuelto viejo y cagón.
Son las cuatro de la mañana de un sábado y le pido al remis que avance por Poncho Verde, que es la avenida más iluminada. Me voy desilusionando de mi inversión de a poco: toda la avenida está tranquila, silenciosa y brillante. En la entrada del parque Mitre hay varios grupitos pequeños sentados uno muy cerca del otro, pibes de unos dieciocho o diecinueve años. No me permito sentir miedo en lo más mínimo: yo fui uno de ellos yirando en la madrugada. Después me pongo a pensar. Probablemente el remisero me cobre 50 pesos por este viaje, y me cabe por miedoso.
Recuerdo que me chorearon hace un año por estas calles y fue un bajón, pero un poco yo me doné. Venía escuchando Capitán Fiebre con los auriculares y casi no me di cuenta cuando me abordaron de a cuatro. Tenían un termo de tereré. Yo tenía una birra boca ancha en la mano. Mientras me sacaban la mochila (cuánto me hubiera servido esa mochila divina para llevar a Colombia), le pedí a uno de los guasos que me sostuviera la birra. No opuse resistencia. El chabón no se apuró. No tomó un trago de la birra. Cuando terminó la operación, me devolvió la cerveza. Lo miré: también habrá tenido unos diecinueve, pero no se parecía a mí. Uno de ellos agarró un cascote por si a mí se me ocurría alguna idea rara. Esa noche andaba sin ideas.
Probablemente me haya vuelto más viejo que cagón.
Mi abuelo es fanático de los Renault 12. Isabella siempre dice “Renault 12” cuando habla de un auto viejo. Dice: “mi remisero tiene un Renault 12”, aunque los dos sabemos que es un Corsa. Sino dice: “vi un auto viejo, creo que era un Renault 12”. Es relativamente poco probable: casi no ves ningún Renault 12 por la calle, y si lo ves, seguramente es de mi abuelo.
Tiene Renaults 12 desde que eran una novedad, y de eso a esta parte pasó bastante tiempo. Uno de los primeros que se compró era gris y tenía una patente que decía ROA. Yo tenía 5 años. Fue el Mundial ’98. Yo estaba orgulloso de que mi patente se llamara igual que el arquero. Poco después lo vendió y se compró otro igual.
Cuatro mundiales después, entrábamos a la YPF de Avenida Pujol en un Renault 12 bordó con mi abuelo y mi abuela. En el playón mi abuelo dice:
“Llegamos. Si nos paramos acá ya podemos empujar.”
Vi el tablero: el tanque iba vacío. Él paró junto al surtidor, apagó el motor y se bajó. Mi abuela se da vuelta y me dice:
“Viejo mañoso, no puedo hacer que no cargue de a cien pesos. No entiendo por qué no carga quinientos o mil. No, hoy carga cien y mañana tiene que volver y cargar otros cien. Ay, ay, ay.”
“Claro, total no se pudre”, le digo yo.
“Qué mañoso que es.”
Nos quedamos en silencio unos minutos. El auto no tiene radio. Donde la tuvo hay un manojo de cables de colores. Yo miro el servicio de aire de la YPF. Todavía te dejan inflar gratis la bici, pero hoy no hay nadie. Hace mucho calor.
Mi abuelo abre la puerta. Tiene un pucho prendido.
“Le cargué trescientos para que no andes hablando pavadas.”
“Justamente estaba hablando pavadas.”
“Si te conozco”, dice mi abuelo.
—Carlitos, ¿me hacés una especial de jamón y queso?
—Todas mis pizzas son especiales, amigo.
—Oooooooooatata, ¡así me gusta!
Carlitos se queda pensativo.
—Amigo, hay algo que no entiendo.
—Decime, Carlitos.
—¿Vos no eras de otro lado?
Le explico que soy de Corrientes pero vivo hace cuatro años en Córdoba, van para cinco. Que por qué quería saber.
—Ah, con razón. Te salió muy de adentro el oatata.
—Del corazón, más correntino que el yacaré —le digo yo, y él se pone a amasar.
Cerca de la casa de un amigo había un basural enorme que quedaba frente a un pozo de Aguas de Corrientes.
Lo vaciaban dos veces por semana y se volvía a llenar, insistentemente. Ocupaba toda la vereda. Al lado del basural hay un olmo alto que, cuando se deshojaba, cubría todo con un manto amarillento. De más está decir que si podaban el olmo, enormes ramas peladas iban a parar también ahí como una auténtica barricada.
Calle Quintana tenía un eterno y salvaje aroma a mierda justo donde la empresa extraía agua para el aspersor de Tato y el tereré del pueblo.
Cuestión que ayer pasé y descubrí que lo solucionaron. No pusieron un container. No enrejaron la vereda. Ni siquiera pusieron a un gente a montar guardia para que nadie tire basura.
Del olmo colgaron un cartel que es una delicia argumentativa:
“No seas basura. Uno es lo que hace. ¿Vos qué sos?”
Firma al final la Municipalidad con su lema: «Lo nuestro es hacer – gestión Fabián Ríos».
Si esto no es hacer con palabras, no sé qué es. Discurso performativo puro. Como dice mi abuelo: “piensa podrido y acertarás”.
«Quiero que escuches este chamamé. Un día íbamos en el auto con tu tía Laura yendo a Buenos Aires y le puse esta canción. Le dije que no escuche la melodía, escuchá la letra le dije. Me acuerdo que en la segunda parte ya se le caían las lágrimas. Mario escribe muy bien. Y no digo porque sea mi amigo. Él tiene algo que tienen los artistas. Los artistas miran eso, ponele esa palangana, y ven la misma palangana que vos pero ellos expresan en una canción algo que por ahí vos sentías de la palangana pero no podías expresar. Él agarra las historias de todos los viejos de su pueblo, que es un pueblo muy chiquito que se llama Loreto, y les pone música. Escuchá este. Se llama El hijo del chamamé».
«Ahora te voy a contar una anécdota que me contó Mario cuando le fui a poner unos vidrios al supermercado de su mujer allá en Loreto. Dice que un día habían ido a actuar a un pueblo ahí cerca de Loreto, que se llama San Miguel. Y dice que cuando terminan de tocar, se baja del escenario, y se acerca un morocho grandote, medio viejo, con un sombrero, y le dice:
—¿Usted es Mario Bofill?
Dice que le dice: —sí señor.
—Quiero agradecerle por el respeto con el que trató a mi mamá en esa canción. Yo soy el hijo del chamamé.
Fijate cómo le dijo. No se puso él por delante. Primero agradeció el respeto que trató a su mamá. Y después le dijo: «yo soy el hijo del chamamé».
Mario me dijo que algunas cosas le emocionan, pero esa vuelta directamente se partió a la mitad.»