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ensayos

Las noches del hotel

A veces me acuerdo de Jorge o de Facu, compañeros míos del hotel, bastante más grandes que yo. Ambiciosos e inteligentes. Sometidos a renegar entre esas planillas de mierda para un jefe impredecible. Los recuerdo con cariño. Al jefe también. Si alguna vez trabajaste en un hotel, ya estás en la lista de personas con una o dos historias interesantes que contar. Supongo que lo importante es desarrollar la mirada. El mejor trabajo que desempeñé en ese hotel, aparte de ser un conserje diplomático y más o menos eficiente, fue desarrollar la mirada para cazar las historias. Desarrollar la mirada implica a la vez detenerse y retener los detalles, y poder contemplar el mapa completo. Había momentos especiales en ese hotel, que son los momentos que después son dignos de contarse. No en cualquier momento, pero evidentemente, en alguno, son dignos. Podría recordar aquí, sólo a modo de ejemplo, esa noche en la que recibí al dealer del jefe, que estacionó un remís en el parking, cuando en el hall había un policía montando guardia porque el hotel brindaba un programa de protección de testigos.

—Patricio —me dice C* por el interno a las dos de la mañana, llamándome por mi verdadero nombre—,¿Sigue ahí el cana?

—Va a estar toda la noche, C* —le digo—, el hotel está inscripto en un programa de protección de testigos.

—Ah, sí —dijo. Hizo un silencio de unos segundos y pensó en voz alta: —bueno… mirá… como decirte… va a venir un amigo en un remís. Hacelo pasar inmediatamente. Y si pregunta, decile que el policía está porque el hotel brinda un servicio de protección de testigos.

—OK, C*.

—Tratá de que no se ponga nervioso.

Pasó exactamente como me imaginé que iba a pasar: cinco minutos después un remís llegó recagando y yo, que lo vi por la cámara número tres, le abrí el portón automático. Entró un flaquito que se movía a la misma velocidad que su coche, y casi sin saludar se metió en el ascensor. Cinco minutos después estaba de vuelta. Miraba al cana de reojo, que no se daba por enterado porque estaba entretenido viendo la transmisión de Jesús María.

—Chau, ‘ta luego —dijo con un dejo a kiosquero.

—Buenas noches —le digo, y le abro el portón automático. C* estuvo en silencio una hora o dos hasta que me llamó por el interno para pedirme que le suba tostaditas con manteca.

Esto fue a modo de ejemplo. En este momento estoy mecanografiando una entrada en este blog que estaba por hablar de algo totalmente distinto, pero como es tan cómodo mecanografiar (hace muchísimo no lo hacía, porque mi compu se rompió hace dos meses) me demoré en una anécdota que no viene a cuento de nada.

Hablaba de Jorge y Facu, nombres reales de empleados que no sé si lo siguen siendo de un hotel céntrico cordobés. Dos de las personas que espero, jamás lean esto. (Si manejo bien los botones de privacidad en Facebook, estamos salvados por el momento. Lo único que me cagaría el plan sería un súbito wikileak).

Cuestión que ellos son mucho más grandes que yo. Facu, creo, roza los 40 y se casó el año pasado y se fue de luna de miel a alguna playa bonita. Nació en Jujuy. Sigue hablando en jujeño por momentos y creo que sigue siendo hincha de su equipo en Jujuy, que supongo que es Gimnasia, porque para él el fútbol es bastante importante. Jorge es de Rafaela e hincha de Douglas Haig. Siempre me pareció un gesto rebelde no ser de la Crema, gesto especialmente admirable en Jorge que nunca caía con la camisa sin planchar.

Fue en mi inmadurez perpetua en la que yo me preguntaba, cómo podían pasar meses y meses encerrados en ese hotel sin volver a sus casas. Lo más angustiante era precisamente eso: un calvario que no tenía fecha de finalización.

Esto tiene una explicación lógica. Yo llegué acá, como muchos de mis amigos, en condición de estudiante, no de «laburante». Los estudiantes tienen un calendario común: en verano, todos se alzan a la bosta y Córdoba es, en algunas zonas, una ciudad fantasma. No voy a negar que nosotros, una manada de jóvenes acechados por los finales y las hormonas incontrolables, que hacemos quilombo en la vía pública y estamos explorando el mundo de vivir solos (ese extraño mundo compuesto de expensas, tachos de basura y noches solitarias), inyectamos una dosis de emoción a una ciudad que por momentos parece demasiado anciana.

Los Estudiantes de Otros Lados somos, entonces, una raza que no se compromete demasiado en lo cronológico. La mayoría ni sabemos si queremos vivir en Córdoba por el resto de nuestras vidas. Algunos ya hemos decidido que no, y mamamos frenéticamente de esta vitalidad académica para después levantar la carpa y darle paso al siguiente. El laburante es distinto. Tiene una idea bastante similar al «you’re here forever» de Homero y pareciera que se resigna heroicamente a su sino. Esto me hacía demasiado ruido, porque yo no me consideraba un laburante. No sé qué carajo hacía en ese hotel. Por eso no prosperé. Si me hubiera quedado, hoy la paga sería mejor y estaría más nutrido de historias. Pero no había hecho el clic. Creo haberlo hecho, pero sólo creo, ahora que estoy en un laburo que me gusta y en el que siento que pertenezco, y no me apremia volver a Corrientes.

Eso me intrigaba muchísimo de Jorge y Facu. ¿No extrañan esa ciudad en la que pasaron su adolescencia?

El clic es ese: no extrañar. Aunque en realidad, no es no extrañar. Nunca es no extrañar. Es más precisamente sentirse parte del lugar en el que uno habita, que ese lugar pase al primer plano, y que la pertenencia a ese otro lugar donde uno (casualmente) nació llegue a ser tan reducida que pueda agotarse en sólo dos semanas de visita. Y a veces, ni eso. Porque si uno tiene sólo dos semanas «libres» al año, a veces baraja la posibilidad de irse a un lugar más interesante que un pueblito en el interior de Santa Fe.

Corrientes fue siempre un lugar al que yo escapé cuando la vida acá no daba más, y ahora no lo es tanto. Porque en Corrientes me tocó laburar también la última vez que fui, y probablemente me aburra como una ostra si voy allá dos semanas a nada más que rascarme los güevos. Y déjenme decirles una cosa, compatriotas: no hay nada peor que trabajar con un correntino. Al menos para mí, que estoy habituado al ritmo cordobés. Nadie más lento, ni impreciso, ni amodorrado que un correntino. Ideales para la ronda del tere. Y basta.

El catálogo de las nostalgias se va desdibujando a medida de que se amontonan los meses en el calendario. De tanto volver a recordar, los recuerdos se gastan como las medias. Quizás más pronto que tarde uno suelta ese refugio que es el terruño para empezar a pensar a futuro. Correspondería al menos hacerlo en los veintipico. Esto dicho sin ánimo moral. Hay gente que orienta su vida en base a su terruño. Yo soy muy inquieto para tener una maceta. Parece autobombo, por esto de que está tan de moda ser un nómade o un gitano o un nowhere man, pero es súper incómodo si no tenés Travel Ace Assistance ni podés elegir en qué momento irte y con qué recursos.

Uno se las ingenia para desaparecer. Sigue la regla Radiohead.

Mi gran pregunta es si ese lugar de donde venimos determina la dirección que tomamos al momento de alzarnos a la bosta.

¿Será?

Mientras tanto, digo, mientras se haga el momento, mientras no tenga vacaciones y mientras tenga que vivir acá (con la sospecha infundada de que no voy a morirme acá), lo que me queda es revivir esos momentos tan dulces que viví en otros lados. Uno siempre adora lo que ya no está, por un impulso estúpido pero a la vez lúcido de la naturaleza humana. Abrazamos más fuerte a ese amigo que volvió de pasar tres años de intercambio en Kirguistán al compañero de laburo que vemos todos los días. Nos convencemos de que esos reencuentros son los momentos especiales en la vida. Al menos, hasta que ese amigo empiece a repetir una y otra vez la misma anécdota de mierda sobre Kirguistán cada vez que vas a matear a su casa.

Entonces, digamos para terminar esto de una puta vez, mientras se aplaza el reencuentro, me queda armar una pequeña playlist de esos momentos tan especiales que viví en ese lugar que no es Córdoba, y que tampoco me animo a decir que es Corrientes, porque es más una imagen de Corrientes que queda grabada en los acordes, en los sabores y en los olores y que no agota la hermosura correntina, que es algo nuevo que descubro cada vez que voy y que, por lógica, no puede ser lo que estoy recordando ahora mismo.

Me piro, porque se acabó el tiempo de cyber.