Hay algo que siempre me llama mucho la atención sobre los porteños. Son demasiado seguros de sí mismos. No hay mundo posible en el que se equivoquen. Sumale a esto un laburo con buen sueldo y una ciudad con todas las oportunidades de gastarlo, y tenés enfrente a un predicador listo para convencerte de que te estás perdiendo lo mejor de la vida.
Así me pasó el otro día con Ale. En toda mi sencillez de provinciano pobre, fui a encontrarme con él en un bar con terraza por calle Belgrano, Rooftop o algo así. Quedaba al 731. Yo iba caminando segurísimo por la vereda impar cuando noté que me pasé: 741, más allá 753. Miré para atrás y volví. Nada. Miré para arriba. Para llegar al bar tenías que entrar hasta el patio de una galería comercial y subir unas escaleras. La música electrónica al palo te iba a guiar para que lo encuentres. Demás está decir que nunca había reparado en él en mi vida; todo tenía para mí un aura de plataforma 9¾, como si me estuviera metiendo en un mundo que no conocía, y para el que definitivamente no estaba bien vestido.
Eso era sólo el comienzo. No estaba por ser torazo en rodeo ajeno sino que me iba a sentir como un ternero al que el patova deja esperando en la puerta del boliche, sólo para confirmar sus impresiones. La billetera que no tengo me empezó a picar ni bien entré. Ahí estaba Ale, sentado a una mesa llena de azafatas y tipos musculosos, él mismo excelentemente desenvuelto. Yo parecía exactamente lo que era: un redactor con más ideas que honorarios, y no percibía que ésas fueran mis ligas ni que tuviera posibilidad de interesar a alguno de ellos.
Pero no me importó. De eso se trataba. Cuando sos el más joven de la mesa, el menos fachero y evidentemente el menos pudiente, ni siquiera vale la pena hacer alarde de una dudosa vida interior. Lo mejor es regodearte en tu propia comicidad. De cualquier forma, Ale me recibió espléndidamente. Hice un fugaz saludo general y tomé asiento junto a un palmerín ridículo. Él me invitó un trago de whiscola que tomé con ganas de rehidratarme. A pesar de lo arduo que era comunicarse, Ale conversaba, y le agradecí el esfuerzo. Hablamos de todo un poco: hardcore punk, guiones de cine, la (¿difunta?) revista Tiburón donde yo produjera textos de magra calidad y de una constancia terrible. Le dije que estaba trabajando en eso, más en la constancia que en la calidad porque, joder, ahí es donde uno puede cultivar unos mangos. Como buen porteño de veintinueve (o sea, siete años más que yo), me dio un consejo: algo relacionado con dejar macerar los textos y las ideas. Me encantó la metáfora. Estos porteños tienen siempre le mot juste bajo la manga.
Mi atención iba y venía entre Ale, mi libreta, el bullicio general, y mis propias palabras, con las que no me esmeraba mucho porque sabía que nada de lo que dijera le sorprendería, y que ese quilombo de vasos tampoco era ambiente para ponerse a hacer filosofía. Él me elogió la libreta como si fuera el juguete de un nene. Me acuerdo que Martín, mi primo, que ahora tiene 26, usaba la misma imagen. Me pedí una cerveza, lo que para mí fue todo un alivio, porque ese ping pong de atención me estaba desgastando un poco. Naturalmente, la moza me tomó el pedido como si no hubiera nadie sentado allí.
Seguía cayendo gente a la mesa y hablaban entre ellos, felizmente. Yo quedé relegado entre el guardarropas y el horrible palmerín, mirando con más curiosidad que envidia al musculoso que tenía enfrente, con una rubia colgada de cada uno de sus pectorales, y acusando recibo de los comentarios de Ale sobre “El Grandote", que me causaban mucha gracia.
En eso, se sentó al lado mío un tipo con remera roja, porteñísimo como todo el resto aunque (para ser justos, no distingo matices) era de San Antonio de Padua, en la zona oeste del conurbano.
—¿Cerca de Morón? —le pregunté.
—Sí, a veinticinco cuadras. ¿Conocés?
—Más o menos —le dije. En mi puta vida estuve en Morón, pero un musculoso a mi izquierda me había dicho que era de allí y que quedaba en zona oeste, así que hubiera sido estúpido no mencionarlo para cancherear un poco.
Acá es cuando la historia se complica, porque empieza a involucrar lo que yo todavía no sé. Pero como dije antes: el porteño convencido, convencido de lo que sea, tiene las herramientas para convencerte a vos también, pibe de provincias. Afila el mejor de los argumentos que puede usar para ablandar al joven inquieto: “no sabés de lo que te perdés“. Es que sí. ¿Qué es un porteño con un sueldo de veinte lucas y mucho hilo en el carretel, sino alguien convencido de que está en la cresta de la ola? Todos podemos ser Don Draper, es facilísimo. Hay que ser un boludo, un trosko corte Puán o alguien muy poco avispado para desaprovechar la oportunidad.
De cualquier forma, San Antonio de Padua me preguntó:
— ¿Y vos? ¿Hace cuánto estás en Aerolíneas?
—No, no —le dije riéndome—, yo no estoy en Aerolíneas. Yo solía escribir para la revista del Ale.
— ¡Ah! —dijo él—. No sabía que Ale tenía una revista. ¿De qué se trata?
—…música, películas, videojuegos. Yo escribía sobre música.
—Sí, tenés pinta, no te ofendas…
No, no me ofendí. En todo caso, no tenía pinta de trabajar en Aerolíneas. Le pregunté a mi vez:
— ¿Vos hace cuánto estás en AA?
—Un año y un poco más —me dijo San Antonio.
— ¿Y te gusta?
Por primera vez, me miró como si no fuera un helecho. Y ahí esbozó el gesto más sincero que le vi hacer: abrió los ojos enormes y esbozó una sonrisota.
—Es lo mejor que me pasó en la vida, boludo.
…viajo gratis, conozco lugares, me pagan bien. Hoy estoy acá, y mañana voy, agarro otro vuelo a Salvador de Bahía, o vuelvo a Buenos Aires a hacer base. Terminé el curso y me metí a volar. Fui a Nueva York. Estuve en Barcelona, en Italia. Me fui de vacaciones al Caribe el año pasado, ¡las primeras vacaciones! Y hoy estoy acá, parando en el Sheraton. Hoy almorcé sopa de langostinos. ¡Es el mejor laburo del mundo!
—Y… ¿nunca te tocó una situación peligrosa? —le dije, mirándolo con cautela como si acabara de pinchar una nube.
—Nunca. Una sola vez, en Guadalupe, la cola del avión mordió el asfalto de la pista cuando estábamos despegando. Pero arrancamos bien. No tuvimos problemas.
Me tomé unos segundos para imaginarme el escenario. Turista en el Caribe pegándose un susto porque el piloto calculó mal, justo en la última tarde de sus vacaciones. Tomé un trago de honey beer. Todo era muy glamoroso, como un jet-set (perdón) en el cual yo había caído de repente y de pura casualidad.
— ¿Y vos? —dijo el tío Sam Antonio de Padua—, ¿no pensaste en hacer el curso?
—No sé —le dije.
—Mirá que hay acá en Córdoba, ¿eh?
— ¿Sí?
—Buscalo así.
Y me anotó el nombre. Lo procesé. Era un poco absurdo, como si el golden ticket de Willy Wonka hubiera venido volando hacia mí como un avioncito de papel. Era una especie de contraseña: dinero, azafatas, mundo, vacaciones, y mínimo esfuerzo (comparado a lo engorroso que puede ser estudiar una carrera universitaria para quien quiere ser profesor, o lo caprichosa que puede ser la suerte de quien pasa privaciones para sacar a flote una pequeña empresa). No sólo eso. Presentado así, era la solución instantánea a todos los problemas de la juventud: qué voy a hacer el día de mañana, de qué voy a vivir. La anulación de todos los dilemas, cosa que para el joven atormentado por estas inquisiciones es realmente un alivio, un baldazo de agua sobre una cabeza quemada por un existencialismo de revista.
—El curso dura cinco meses. Capaz lo hacés y no te termina gustando. Pero te digo algo. No vas a saber hasta que lo hayas vivido.
Juro que dijo “vivido". Había algo de religioso en San Antonio de Padua, que se complementaba muy bien con su afán de publicidad.
Por las dudas volví con Ale y le pedí su opinión al respecto. Obviamente, no me dijo nada distinto. Señaló, eso sí, que la sopa de langostinos del Sheraton Córdoba no era tan buena como la de Tucumán. Otras ligas, pensé yo. Grandes, chicas, no sé, pero otras.
Definitivamente, tenía un montón de información para analizar. Lo mejor, claro, era ser prudente. Dejarlo macerar, como dice Ale. Era otra sintonía distinta a la mía, como sospechaba desde que pasé diez minutos buscando la puerta del bar. Como si alguien me esperara detrás de la reja de un jardín, y todo lo que tenía que hacer yo era pegar un salto…
Pagué y me fui tranquilamente, despidiéndome de Ale y agradeciéndole efusivamente por una razón que recién ahora entenderá. Espero que esto no haya alterado “mi esencia", pensé, si es que tal cosa existe.
Uno nunca le gana de mano a la vida. Cuando sentís que lo tenés controlado, descubrís que todavía le quedan dos alfiles.