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Cuestiones dulces

El disco de avenida San Martín de Cosquín, a las cinco de la tarde de un martes, está casi completamente vacío de clientes. Lo cual es raro, porque todas las carnicerías, verdulerías y despensas a tres cuadras a la redonda están cerradas a cal y canto. En todo caso, parece un supermercado mucho más grande de lo que necesita este pueblo de cuarenta mil habitantes. Pienso si no tendrá algo que ver con el alud de gente que llena las calles en los días del Festival de Foklore, cuya presencia fantasmal hace que toda esta infraestructura, que en esos días es suficiente, el resto del año parezca un globo desinflado.

Hemos pasado por la Plaza Próspero Molina, y el escenario, de verdad, es imponente. Con capacidad para 8.000 espectadores, parece realmente a medida de lo que son los días del Festival: el epicentro de la vida cultural argentina. Rodean a la Plaza otras estructuras diversas y muy significativas: locales turísticos de provincias que te invitan a conocer esteros y parques nacionales, murales realizados por artistas correntinos (dicen que los correntinos son buenos muralistas, aunque yo no sé agarrar ni un lápiz), y estatuas de folkloristas así como en Córdoba capital hay estatuas de cuarteteros. El decorado de fondo del escenario posee la clásica estridencia de los tejidos inkaicos, mezclado con las formas curvas que el diseño publicitario adoptó de la psicodelia sesentista y que aprovecha la fuerza de los colores: merced a esta misma mezcla (sincretismo, le llaman los ñoños) las largas filas de asientos de plástico numerados tienen nombres de la mitología inca: Inti, Pacha, Quilla.

Pero estamos en el escenario verdadero, mucho más modesto y rutinario, de nuestra anécdota: un Disco proporcionalmente monstruoso (más grande que cualquier supermercado del centro de Córdoba) con sólo dos cajas abiertas, tras de las cuales se aburren sendos cajeros: un gringo de rulitos y una chica rubia de rodete y veintitantos.

Con Helena hacemos las compras de todo lo que creemos que vamos a necesitar en esta excursión de tres días, más un melón que vamos a ahuecar para ponerle vino blanco — ritual ineludible del verano de los cordobeses que van “al río”, que se entiende que no es el torrente de caca y cianuro que llaman Suquía sino alguno de los hermosos ríos de montaña del interior, como el que se ve desde el tren.

Nos acercamos a la caja con el chango (palabra deliciosamente afín al folklore, aunque acá estamos hablando del chango de supermercado) y la cajera está hablando, o escuchando más bien, a un viejito que no parece haber comprado nada.

Él le está hablando de su hija. Una efusividad teatral lo recorre y refleja su alegría: el viejo está gesticulando al final de la caja. Así, nos damos por enterados de que la hija tiene treinta y seis, se casó hace cinco, es rubia y hermosa, tiene una hijita, es contadora. Él ostenta, entonces, el título de padre de una profesional y abuelo de un angelito traído del cielo mismo. La cajera lo mira y le responde con sonrisas y monosílabos. Primero creo que no se da cuenta que estamos ahí (digamos, que nos hemos sumado al auditorio), pero enseguida empieza a pasar nuestras compras por el sensor, distraídamente, y sólo me guiña el ojo cuando le digo buenas tardes.

Entre el melón y los fideos, el viejito saca el celular y se arrima a mostrarle fotos de su hija. La cajera mira el scroll con una sonrisa diplomática todavía, una incomodidad como de señora de público cuando el actor baja chivando del escenario y se acerca con el micrófono en la mano. La lentitud con la que tickea nuestras cosas sería exasperante si estuviéramos en la ciudad. Claro que no estamos en la ciudad.

—Ella abrió su negocio hace un año —dice el viejito, todavía hinchado de orgullo.

Por primera vez, la cajera le pregunta:

— ¿De qué es el negocio de su hija?

El viejo se descoloca como si hubiera tenido todo su monólogo ensayado y alguien en el palco se hubiera parado a interrumpirlo. Nervioso, especifica:

—Ehhh… todo lo que es cuestiones dulces.

El viejito siguió ahí cuando nos pagamos y nos fuimos. No se dio por enterado de nuestra existencia en ningún momento aunque, como suele suceder, nosotros nos quedamos con la imagen de su hija y, como lo demuestra esta entrada, una linda historia que contar. Pienso, al fin, que un sano prejuicio, argentino por demás, fruto de haber visto innumerables transmisiones del Festival de Folklore con mi bisabuela, me hace pensar que los coscoínos son gente ávida de escenario.