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¡Chau, chamigo!

Llovía a baldazos cuando entré a Resistencia. Mi abuelo lo había visto desde el puerto de Corrientes, que queda a treinta kilómetros: “che, te vas justo a donde está refusilando”.

Yo me hice como que tenía todo calculado, y no había calculado un carajo. “Ya sé”, le dije.

“¿Te vas a fornicar?”, me preguntó, como siempre. “Eso no es todo en la vida”, le respondí. Era más fácil que responderle que iba a un festival anarco-queer solo, a ver si me encontraba con alguien, porque tocaba Bife a eso de las once de la noche.

No me dijo ni cuidate ni nada. Me dijo que si tenía plata para el colectivo, y que no anduviera por ahí dando lástima en el Chaco. Para un correntino no hay nada peor que andar dando lástima en el Chaco. Lo sé porque me pasó un par de veces y a él le habrán pasado otras tantas. Me dijo que si la policía preguntaba no dijera que era nieto suyo.

“Va a caer un policía chaqueño a preguntar quién es el abuelo del pájaro loco”, le contesté señalando mi pelo verde.

Se rió como nunca lo escuche reírse, y me dio veinte pesos para el pasaje del Ticsa.


Básicamente eso: entré a Resistencia el viernes sin un puto plan. Vamos a hacer una breve recapitulación para que vean cuán intensa es la vida cuando quiere: esa misma mañana me desperté en la casa de mi mejor amigo en Nueva Córdoba con un aguacero torrencial, endemoniado. Yo iba cargado de valijas, y una hora después estaba aterrizando en tierra chaqueña para descubrir, como una especie de corolario de un montón de sucesos infortunados, que la puerta del avión no daba a la manga y tenía que caminar cien metros bajo la lluvia.

Se diría que estoy de vacaciones en Corrientes si no fuera más salado que la mierda, y tuviera que trabajar el doble para revertir mi mala suerte.

Cuestión que todo el día estuvo espantoso en las tres provincias que crucé. Al llegar a la casa de mi infancia, cuatro horas después de salir de la casa de mi mejor amigo en la calle Ituzaingó, mi abuelo estaba tomando un Red Label en el garaje sentado en una silleta y tuvo que mover el culo cuando quisimos estacionar la chata.

“¡Hola pájaro loco!”, me dijo, tendiéndome un traguito del whisky que degusta on the rocks. Yo le acepté el trago aunque todavía estaba sin desayunar.

No había parado de llover en ningún momento y en ningún lugar y tenía pinta de que iba a seguir así hasta nuevo aviso.


Romana me saluda desde el umbral de una puerta, y parece el doble de alta de lo que es (y es más alta que yo), como si estuviera sobre zancos. Tiene un maquillaje rarísimo, como de una especie de drag queen gótica. Yo no la reconozco y la saludo igual, porque todos en la fiesta se saludan. Amago saludarla con un beso, aunque después recapacito que acá se saluda con dos, pero ella me saca del apuro: me tiende la mano como la reina que es y yo estoy casi seguro de que sí es Romana.

La fiesta en la que estoy es el festival Anarcuir (castellanizado de “anarco” y “queer”), que iba a ser el festival de cierre de la Marcha de lxs Putxs Chaco-Corrientes que la lluvia aguó en su amargura reaccionaria. A los presentes les importó un carajo el percance: el festival se hacía igual y estaban pasándola bien. Cuando llegué estaba C. declamando un poema escrito en femenino, imponiéndose en su metro ochenta de barba poblada, lentes de marco grueso, labios rojos y una larga falda negra.

Pero lo mejor del festival eran sin duda lxs Bife. Lxs encontré cuando no había llegado casi nadie —acá en el Litoral la movida nocturna arranca después de las diez cuando escampa o la tierra no arde tanto—: dos cabezas peladas, dos jetas adornadas con maquillaje a mano alzada y dos voces de tango milonga condecoradas con la bandera de la diversidad: una guitarra y un ukelele por todo arsenal. Toda espectador sensible sabrá de lo que estamos hablando, y si no los cruzaste nunca en vivo no pierdas la oportunidad de verlos en sus personajes explosivos e incategorizables: Bife es uno de los mejores dúos acústicos de la Argentina.

El carnaval estaba ahí entre provocadora fotografía de pezones marrones y fanzines combativos y creo que no había forma de creer que nos habíamos equivocado de lugar.


Isabela me hizo conocer varios de los lugares más lindos de Resistencia, ciudad que si andás desprevenido parece aburrida y chata como una pizza sin salsa, balance que confirma que hay que aprender a mirar mejor y estar más atento. Y sobre todo, caminar con lugareños que la hayan caminado. La última vez que la visité ella me llevó a un museo insospechable, una especie de estación de tren reformada en la que vos subías al piso dos por una escalera de madera y el piso rechinaba mientras vos mirabas carpinchos disecados. Mentimos nombre y edad en el libro de visitas. Me prometí volver, pero nunca a la siesta en verano.

Estábamos tomando un café en la Casa de las Culturas y me dice:

“¿Y ahora qué hacemos?”

Yo tenía la camisa empapada en agua de lluvia y ninguna clase de apuro.

“No sé”, le dije.

“Vamos a Banny”, dice.

“¿Qué es Banny?”

“Una casa de juegos.”

“Vamos”, le dije. “¿Qué juegos hay?”

“No sé”, dice. “Fichines”.

Banny era como si hubieran mezclado Volver al Futuro con la terminal de ómnibus, más un poco de la mística de moscato, pizza y fainá aunque probablemente no se sirvieran ahí ninguna de las tres cosas. Para llegar a los fichines tenés que atravesar un comedor adornado con luces de todos los colores, ambiente infaltable en la gastronomía urbana ochentosa. Banny consiste en un salón largo repleto de juegos de toda clase, desde esas horribles pistas de danza hasta el Daytona doble con volantes pasando por el clásico King of Fighter y la jukebox que en ese momento expedía La Renga como sonando desde el fondo de un cañaveral. El precio es de antaño: dos pesos la ficha.

Nos acercamos a las mesas de pool. El control era básicamente un chabón flaco como una espiga sentado en una mesa tipo escolar leyendo el Diario Norte. Nos cobró quince pesos, nos dio la bola blanca y nos acomodó el triángulo con una sola mano.

En ese lugar nadie escabiaba. Yo sentía que estaba en uno de los mejores lugares del mundo y con la mejor compañía posible. También había dejado de llover, aunque mi camisa goteaba como un sauce plantado en el altar.


Son las cuatro am del viernes 2 de diciembre del 2016 y la expedición a Resistencia terminó porque mañana me tengo que levantar bien temprano. Descubro para mi alegría que a esta hora no pasa el bondi que me lleva a Corrientes.

¿Qué carajo hacer?

Vengo en un remis solo que tampoco sé si voy a poder pagar. Primero le digo que me deje en la plaza (en Resistencia decís simplemente “la plaza”, como buena ciudad del interior). Después se me ocurre la idea fugaz: hay una empresa de remises que se llaman Chaco Corrientes y te llevan del centro de Resis a Corrientes por un monto relativamente accesible. Nunca tomé uno en mi vida, pero siempre los veo pasar con su color característico blanco, verde y rojo que me hacen pensar que son tubos de dentífrico con ruedas.

“Vamos para la parada de los remises a Corrientes”, le digo al tachero.

“Teníamos que dar la vuelta hace dos cuadras”.

“Bueno, no sé. No soy de acá”, me disculpo.

La radio viene sonando con temas soft de los ’80. Eso más la humedad pegajosa, más las luces perezosas, más el recuerdo de Banny que no se me despega, le da a esta noche un look de película de amor futurista post-apocalíptica litoraleña, que si tuviera una pizca más de talento podría fácilmente convertir en un exitoso corto que conquiste la ternura de los porteños.

“Es acá”, dice el tachero. Me dice que le debo setenta pesos sin mirar un puto papel ni un taxímetro ni nada. Se los pago; no hay tu tía. Por un viaje similar en Córdoba me hubieran cobrado ciento quince.

Me bajo del taxi y camino hasta el local de los remises.

En la puerta hay un pibe parado. Un pibe bien pibe. 12 años como mucho.

“Sos el primero”, me dice.

El sistema de los Chaco-Corrientes es así: cada viaje sale tanta plata. Si esperás a alguien viajás de a dos, y cada uno paga la mitad. Si esperan a alguien más, viajan de a tres, pagan un tercio cada uno. Y así. Hasta cuatro. Muchos eligen no viajar arrinconados entre dos desconocidos metidos en un tubo de dentífrico, especialmente en el verano del nordeste argentino.

La remisería es un galponcito semivacío alumbrado por un solo fluorescente. La mitad de la pared está pintada de blanco, verde y rojo; la otra mitad tiene ladrillos a la vista. Justo en la confluencia de ambas mitades hay un enorme mapa con las calles de Resistencia y todos los arroyos y bañados circundantes —es una ciudad que, si no fuera por el peronismo, hace rato estaría en el fondo de una laguna—. Bajo el mapa, está el escritorio del pibe repleto de papeles. Del lado opuesto al escritorio hay un placard de madera y un banco que parece más incómodo que sentarse en una aguja.

Me acuesto sobre el banco y me saco las cosas de los bolsillos. Estoy hecho bosta. Ni siquiera me acuerdo de las turbulencias de la mañana, de la borrasca de la tarde y de toda la cerveza artesanal tibia que tomé con las travas de la fiesta. Cuento mi plata: exactamente un sarmiento y dos sanmartines dan un total de sesenta pesos cash para llegar, de alguna forma, a mi casa que queda a cuarenta kilómetros de donde tengo dormitando el culo.

“¿Hace cuánto salió el último?”

“Un rato”, dice el pibe. “Media hora”.

Quedamos en silencio. Diez minutos, quince. Yo no pienso en absolutamente nada. No tengo sueño. Tengo más ganas de fumar, o jugar a los fichines. Guardo esos sesenta pesos como si fueran a servir para algo. Al lado hay un kiosco que está cerrando y al que no le compré puchos menos por aguantarme las ganas que por no molestar al kiosquero que, como buen chaqueño apurado, iba llaveando con el casco de moto en la mano.

Llega una mina apuradísima.

“¿Acá remises?”, dice.

“Sí”, dice el pibe, que estaba recostado en la puerta. “Aquél también va”.

Me paro y me pongo de vuelta el sombrero.

“¿Cómo es esto?”, le pregunto al pibe.

“Sale ciento veinte. Si van los dos pagan sesenta cada uno.”

“¿Vamos?”, le digo a la mina, como si la invitara al cine.

“Sí, vamos, yo tengo sesenta”, dice la mina, y se va a la esquina a saludar a un compinchi.

“¿Hace cuánto trabajás acá?”, le digo al pibe.

“Una semana”, dice.

Un pibe de doce años atendiendo una remisería a las cuatro de la madrugada es el cuadro final de ese corto que va a conquistar el Bafici el año que viene.

“Parece tranquilo.”

Él mira mi pelo verde.

“¿Ése es tu pelo pelo?”

“Teñido”, le digo.

Veo que la mina cruza la calle y se mete en el remís. El pibe le hace una seña al remisero: se van.

“Chau, gracias”, le digo.

“Chau, chamigo”, dice el pibe mirándome a los ojos, y vuelve a sentarse en el escritorio.


BIFE manifiesta lo peor de una tendencia que degrada nuestra oferta cultural. Una persona sin formación estética puede sentirse tentada por una propuesta que va a lo fácil: música para bailar.

Los géneros favoritos son la cumbia, algo de pop y el tango, este último despojado de las exquisitas orquestaciones que casi lo ubican entre la Música Culta. Estos géneros están trabajados con la lógica del hit: canciones pegadizas por puro efectismo de superficie, sin valor artístico. Lo trash avanza más allá del kitch, pero con una misma intención: desasirse del buen gusto de la Obra de Arte, por sobreadaptación cínica a las inclinaciones irreflexivas de un público aturdido por el bullicio mediático, que se regodea en su propia vulgaridad. Sol Fantín