Puedo esconder muchas cosas, pero nunca podré esconder el hecho de haber nacido a principios de los ’90; en parte porque está en mi cédula y no podría ir a mentir al Registro Civil; en parte porque mis nostalgias datan más que nada de esa época. El memorioso lector argentino recordará que el principio de la década de 2000 no es precisamente digno de nostalgia.
Aparte de afectos, la infancia me dio infantiles curiosidades. Por causas ajenas a mí, mi infancia hubiera sido feliz en cualquier época (no sé si en cualquier lugar también), pero yo hubiera terminado siendo una persona muy distinta si hubiera tenido 8 años en 1999 en vez de 6. De alguna forma, esta etapa de mi vida también está rigurosamente coordinada por un guionista ebrio para hacerme la persona que soy hoy.
Yo miraba Nickelodeon todo el día. Mirar Cartoon Network me parecía una traición; Fox Kids era un anhelo inalcanzable porque Multicanal no lo emitía. Los otros canales no me resultaban interesantes. Está muy de moda en las charlas de amigos rememorar uno por uno esos dibujitos noventosos y desear fervientemente que vuelvan: no voy a hacer eso acá ni en ningún lado. Hay uno que lo siguen pasando a la madrugada, cuando los programadores de Nickelodeon se aburren de las telenovelas adolescentes: Oye Arnold. El otro día lo estaba viendo y pensaba que es un programa, si Foucault me deja llamarlo así, muy realista. Opuestamente al surrealismo descarado de Rocko o Catdog, no había animales parlantes y la trama era perfectamente verosímil. El programa ponía en escena caracteres muy reales (Arnold el conciliador, Helga la enamorada idealizante, etc) y sus acciones tenían mucha coherencia psicológica, por lo menos en las primeras temporadas. Sigue siendo el dibujito más lúcido que vi; en realidad no se desvivía por ser satírico o gracioso, y por lo general las situaciones se resolvían sobre todo debido a la buena voluntad de los personajes, especialmente de Arnold. Esto me gustó mucho y me sigue gustando; rechazo inconscientemente el humor rebuscado de muchos programas de hoy y de entonces (y no sólo dibujitos) y admiro a la televisión que, al contrario de lo que se usa, deje al televidente elaborar sus propias conclusiones.
Cuento esto para contar sólo una de ellas, y no la más importante. Me agarro de una pequeñísima escena, a riesgo de abusar del tiempo del lector: creo que acá podría tener una entrada terminada, sin necesidad de darle la vuelta de tuerca que estoy por darle ahora.
En un episodio de no sé qué temporada Big Gino, el “mafioso" de la escuela pública 118, somete a extorsión a Syd y Arnold salta en su defensa. En una entrevista en la oscura sede del niño-mafia, un (no podía ser de otra forma) enano vestido de gris custodiado constantemente por matones, Arnold conversa el conflicto y lo resuelve. Esta comparecencia, por lejos el momento más tenso del capítulo, siempre me hizo pensar. Hace mucho que no veo el capítulo, pero me pasa como me pasa con más cosas de las que quisiera, me quedó grabado como en VHS.
El monólogo del Arnold mediador y flemático frente al poderoso mafioso enano vestido de gris era, como les gusta decir a los académicos, de una “retórica impecable". Esto es celebrado por el televidente, pero también por el mafioso. Y bajándose de su escritorio dijo la frase que quiero rescatar ahora: “bien, Arnold, bien. Me gustas. Eliges bien las palabras que dices".
“Eliges bien las palabras que dices". ¡Qué belleza de halago!
“Arnold, eres misteriosamente capaz de abrir un enorme diccionario en tu cabeza y, como un suspicaz detective, encontrar la justa combinación de sustantivos, adjetivos y verbos que, dichos en el estilo y en el momento apropiados, me convencerán a mí de dejar en paz a tu amigo y considerar la posibilidad de un arreglo pacífico".
Poder que le puede al poderoso. “Convencer" sería la palabra. Por lo visto esto es algo que me impresionó desde siempre: por algo recuerdo este episodio.
No quiero extenderme. Hoy consideré la posibilidad de terminar mi carrera (Letras) y estudiar otra. En esta otra que tengo en mente, el lenguaje deja de ser un tejido estático sometido a análisis, por más crítico que sea; y pasa a ser una fuerza de interacción activa, un proceso de creación, si se quiere; una instancia multitudinaria, “social", como el periodismo. No me sorprende ni podrá sorprenderme nunca: Letras y esta otra carrera, cuyas pistas espero haber dado al lector para que adivine (esto es, eligiendo bien las palabras), son dos caras de la misma moneda. Hoy lo vislumbré de lejos y en tres años espero poder confirmar esta corazonada. Letras me enseñará a pesar las palabras; espero aprender también cómo comerciar con ellas (si la analogía no es aberrante para los orgullosos letrados): cómo elegirlas y cómo, habiéndolas conocido, sacarlas de la torre de marfil y llevarlas al exterior, presentarlas al público o sentarlas frente al mafioso enano. En fin, con la esperanza de generar algún cambio, porque su poder se adivina para cualquiera. Proyecto: habiendo empezado a plantar tomates en mi patio por puro gusto, darme cuenta de que los tomates son buenos para el mundo, y empezar a ver qué puedo hacer con ellos.