Viendo las primeras escenas de Easy Rider, en las que dos motoqueros cruzan la frontera para comprar merca en México y viajan al mardi gras en Nueva Orleáns, no puedo evitar recordar el viaje que hice yo mismo (nostalgia de la mugre de ruta) a los paisajes casi marcianos del interior de Neuquén, cuando nuestra intuición nos sugirió la pésima idea de hacer dedo por la ruta 40.
La ruta 40 es mítica por un montón de motivos (es la más larga del país, lo cruza de norte a sur sin pasar por Buenos Aires), pero lo que no se suele decir es que recorre páramos inhóspitos y por larguísimos kilómetros no es más que arena y ripio. El trayecto de por sí complicado que va desde Zapala a Malargüe se hizo eterno y estuvo lleno de aventuras inesperadas. A diferencia de los easy riders, nosotros estábamos librados a la buena de Dios, no contábamos con motos choperas ni con merca mexicana, ni con mucho dinero, sino con nada más que una carpa y una guitarra roja que me acompañó a todos lados en una aventura que por momentos fue lo más delirante que viví en mi vida, y por momentos fue una revelación del cosmos, como cuando todos nos sentamos a la mesa con Charly, el yogui más famoso de San Rafael, comimos brócoli con agua tónica y acto seguido meditamos por dos horas reloj.
Los recuerdos se pierden si uno no se aferra cada tanto a ellos. De eso se trata este blog, y no de otra cosa.
Uno de los mejores fue con Charles esa vez que estuvimos parados al borde de una ruta desierta. En las tres horas que estuvimos ahí, pasaron un total de 4 autos, hasta que nos levantó con una chata que parecía ser nuestra salvación y nos llevó a un pueblo donde casi nos meten en cana.
Esa tarde no teníamos más que una lata de atún y una botella de agua, y nos estábamos preparando para pasar la noche ahí. El paisaje era inmejorable: al fondo las montañas antes de llegar a Buta Ranquil, una finca verde casi pegada a la línea del horizonte, y frente a nosotros la mítica Ruta 40, que en ese momento parecía una quimera inmensa y vacía desde Ushuaia a La Quiaca. Un estanciero nos había dejado en un cruce de caminos que no existirá jamás en ningún mapa, a las seis de la tarde en un lugar que, por efecto de las montañas, el sol se esconde mucho antes.
Así fue, como dice Vonnegut. Nosotros estábamos parados al borde del asfalto justo antes de una curva y, como es ley de Vialidad, había un cartel que advertía que el camino iba a contonearse.
Charles era como un hermano mayor y yo era (sigo siendo) un pibe tímido sin más ideas que dejar la mochila en el piso y esperar sentado que algo pase. (Él me sugirió a hacerme el desmayado para que nos lleve una combi full-luxe, pero lo único que nos convidaron fue un vaso con agua). Fue ahí cuando él, en vista del panorama desolador que incluía sed y sobre todo aburrimiento, sacó una pequeña navaja que había traído con él para defenderse. Y cagándose de risa se volteó hacia la señal de la curva y empezó laboriosamente a arrancar el látex negro de la señal de curva que era nuestra única compañía.
Una vez que tenía todos los pedazos de goma en su mano, me pidió ayuda. ¿Qué ibamos a hacer? “A huge ass cock“, me dijo. (Hablábamos en inglés y en español indiferentemente, yo para practicar y él porque había pasado toda su adolescencia en Honolulu fumando marihuana con Jack Johnson).
Entonces pusimos manos a la obra. Agrupamos látex por acá y por allá para formar el tronco y las pelotas, y le dimos una dimensión bastante razonable a ese pene gigante, aprovechando todo lo que nos brindaba en su generosidad aquél cartel de mierda. El resultado fue una majestuosa obra de arte que él retrató con lo poco que le quedaba de batería, y publicó después en Facebook entre chistes como “warning: cocks on the way“. Ningún auto pasó mientras nos abocábamos a tal tarea, y espero algún día saber si alguien se rió al ver ese pene gigante en una banquina de la ruta 40, en el lugar donde no para ni el diablo a levantar a Robert Johnson y menos que menos Vialidad a reparar los daños causados por dos jipones al pedo.